Un relato revelador son tintes eróticos y sensuales.

Este post es un poco diferente a los que vengo escribiendo, y seguro que te das cuenta. Es más bien una reflexión en voz alta y un querer compartir algo que para mi ha sido único y especial.

En este año, una muy buena amiga que me conoce bien y además sabe de mis andanzas por el mundo del Psicoaching y trabajo con Psicología de Parejas y Relaciones, me regaló un bono que decía así – > mira la foto! ⇓ ⇓ ⇓

Y me pareció ya de por sí muy especial. Tener un “escribano” como los de antes para que me escribiera algo. ¿No te suena muy único?

Bueno, pues como quería aprovecharlo bien, tardé unas semanas en contactar con Rodrigo Caso del Gállego, el escritor. Como él está en México y yo en España, agendamos una llamada para que yo pudiera contarle qué quería de mi relato. Hablamos de los personajes, la época, lo que me gusta, lo que no me gusta, lo que era imprescindible… Fueron más de 40 minutos abriendo mis límites mentales y mis fantasías.

No sé por qué salió algo que me llevó a otra época, es como si fuera un Regreso al Futuro pero al revés y encima con tintes eróticos… Bueno, luego te lo dejo leer así que no quiero hacer un spoiler… TIC TAC TIC TAC

Pero además de lo que puedes suponer que he disfrutado con los previos, y espero que tu también con los posts, lo que quiero decirte es que con la literatura (en este caso) u otra técnica creativa tenemos beneficios para relativizar nuestros pensamientos. A veces nos quedamos en el bucle pensando y pensando, y mirando para fuera pensando que ahí está la respuesta cuando lo que nos sirve en indagar en nuestro interior y liberar lo que nos está limitando.

O bien, si no es por una limitación, las técnicas creativas nos sirven para poder poner en tierra aquellas fantasías o ilusiones que pueden movernos a superar cosas que pensábamos no podíamos. En inglés se dice: THINK BIG o piensa en grande.  ¿Y por qué no?

Quizás te acuerdes del ejercicio del Mandala del Amor, donde os invitaba a hacer un ejercicio de cuadros con temas y que es bastante visual. Este puede ser un buen ejemplo que te sirva para que ocupando tu mente en algo creativo, le restes importancia a aquello que tu mismo nombras como “Nopoder”, “Miedo”, “Paraque”…

En las relaciones de pareja y sobre todo en las que están en fase de madurez o asentamiento es importante utilizar técnicas como esta para mantener la Sorpresa, la Curiosidad… y si es porque estás solo/a también te puede servir para vivir y regalarte un momento de disfrute. Con los relatos se mejora la comunicación también, porque recibes pregunta en forma de entrevista personal (en el caso de Rodrigo Caso) y como no hay juicios, te liberas.

Vamos, que todo son ventajas cuando te dejas fluir en la creatividad. Y te invito a ello. Además, si contactas con Rodrigo y confirmas con él la elaboración de tu Relato antes del 31 de Agosto 2021, te ofrezco una sesión de Psicología de Parejas (si la tienes) o de Psicocoaching (si es individual) para explorar más ese cuento – ¡GRATUITA! Solo tienes que escribirme AQUI.

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¡Quiero leer el relato!

MI RELATO A COMPARTIR…LA SALAMANDRA

LA SALAMANDRA

Por Rodrigo Caso del Gállego 9 de junio de 1660. San Juan de Luz, Francia.
Doña Bárbara de Ulloa y Neira, hija del marqués de Peñablanca, Capitán General del Yucatán en la Nueva España, abandonó el bello edificio renacentista construido en piedra rojiza y ladrillo rosa y caminó discretamente unos pasos por detrás de la comitiva real de la infanta María Teresa de Austria rumbo a la iglesia de San Juan Bautista, donde se celebraría en breve una boda que pondría fin a treinta años de guerras y hostilidades entre los reinos de Francia y España. Enfundada en un elegante bustier de color gris perla con artísticos bordados y un intrincado andamiaje de ballenas que empujaban sus hombros hacia atrás, levantando y mostrando sus perfectos pechos, la joven criolla despertaba a su paso miradas de admiración y deseo por su elegancia y su belleza.
La tibia y húmeda brisa del Cantábrico agitaba suavemente su amplia y larga falda de seda azul con cola recogida bajo el brazo, mientras avanzaba con el resto de la comitiva hasta llegar a la puerta de entrada de la iglesia. Nada más traspasar el umbral del templo, su corazón comenzó a latir con fuerza. Al fondo, frente al magnífico retablo barroco, se erigía imponente la figura del joven rey Luis XIV, vestido majestuosamente para la histórica ocasión.
Sentada en la última banca del templo, Doña Bárbara no perdía detalle del desarrollo de la ceremonia religiosa y de todo cuanto sucedía a su alrededor. Rodeada por galerías de madera construidas a los costados de la nave central de la iglesia para uso exclusivo de los caballeros, los ojos color avellana de la joven indiana contemplaban con admiración los elegantes vestidos y fastuosas joyas que lucían las glamurosas mujeres de la corte francesa. Conforme avanzaba el rito matrimonial, el ambiente al interior se cargó de intensos perfumes elaborados con ámbar, almizcle, bergamota, lavanda, romero y algalia que exaltaron sus sentidos, provocándole sensaciones placenteras hasta entonces desconocidas.
El prodigioso efecto de los perfumes franceses era en verdad embriagador.
Hipersensibilizada, la joven aspiró profundamente esa voluptuosa mezcla de aromas que le evocaron por un instante las limpias y los rituales purificadores prehispánicos que le hacía su nana Chuyém, quemando resinas de copal mientras la envolvía por completo con las volutas del sahumerio.
¡Ay, cuántos recuerdos de la Nueva España se le vinieron de golpe a la memoria, encogiéndole el corazón! ¡Cuánto extrañaba a su padre, Don Pedro de Ulloa y, sobre todo, a su aya, una india de la tribu huasteca que la había criado desde muy temprana edad como si fuera su propia hija, a raíz de la muerte prematura de Doña Inés García y Valdez, su frágil y enfermiza madre!
Demasiado ocupado en administrar la Capitanía del Yucatán, Don Pedro había delegado los cuidados de su única hija en la abnegada indígena, sin saber que ésta poseía ancestrales conocimientos de herbolaria y brujería que le había trasladado en secreto a Doña Bárbara a lo largo de su infancia. Conforme crecía, le resultaba cada vez más difícil encajar en el rol tradicional de la mujer española de la época y no compartía los preceptos de la moral cristiana, especialmente en lo referente al sexo. Chuyém le había inculcado una visión totalmente desprejuiciada del cuerpo humano y del deseo, ya que las mujeres huastecas vivían su sexualidad de manera natural y tenían una bien merecida fama de ser extraordinarias amantes. De hecho, para acentuar su sensualidad, se tatuaban artísticamente los senos, las piernas y las caderas y se exhibían orgullosas frente a los guerreros huastecos. Cuando Doña Bárbara inició la transición de niña a mujer, Chuyém celebró en la más profunda clandestinidad un pequeño ritual mágico, tatuando a la joven cerca de la ingle con un punzón impregnado de colorante para enfatizar la sensualidad física femenina, la belleza y la fertilidad. Al final, satisfecha con el artístico diseño, miró a su niña intensamente con sus brillantes ojos de obsidiana y le vaticinó que muy pronto abandonaría la Nueva España. Más allá de las grandes aguas, un poderoso y encumbrado hombre encontraría el paraíso entre sus piernas. De haber llegado esas prácticas consideradas satánicas y sacrílegas a oídos de la Santa Inquisición, ambas mujeres habrían sido irremediablemente condenadas a muerte. Sin embargo, la complicidad entre ellas era total y si algo distinguía a la joven era su sentido común y su discreción.
Poco tiempo después, la primera visión de su aya se cumpliría.
Con el propósito de buscarle un buen partido a la altura de su noble linaje y su riqueza, Don Pedro envió a su hija a España para que se integrara a la corte del rey Felipe IV. Gracias a la influencia del valido del rey, Luis de Haro, gran amigo del marqués, la joven criolla fue introducida en el círculo más cercano de la familia real en el Gran Alcázar de Madrid, convirtiéndose con el paso del tiempo en dama de tocador de la infanta María Teresa, quien consumía ávidamente las increíbles historias y aventuras de su doncella por lejanas y exóticas tierras del Nuevo Mundo.
Amante de la moda y con un refinado gusto, Doña Bárbara desempeñó a las mil maravillas sus tareas, haciéndose cargo del inmenso guardarropa de la infanta y eligiendo con acierto los atuendos que debía llevar a lo largo del día, combinándolos a la perfección. Adicionalmente, la asistía en todo momento a vestirse y cambiarse, volviéndose imprescindible. Por su parte, la devota, remilgada y poco agraciada hija del rey Felipe IV vivía ajena a las negociaciones y tramas políticas que se urdían en torno a su persona. Era feliz en su pequeña burbuja, hasta que su padre le anunció su próxima unión matrimonial con el rey Luis XIV para dar cumplimiento al Tratado de los Pirineos y sellar finalmente la paz con Francia. La infanta asumió con responsabilidad de estado el compromiso adquirido por su padre y asintió con gesto grave. Su suerte estaba echada. En su fuero interno, sin embargo, aquella boda la ilusionaba secretamente, ya que se decía que Luis era un joven brillante y muy apuesto. La idea de ser reina de Francia, por otra parte, le provocaba sentimientos encontrados dado que no era afecta al poder ni a las intrigas palaciegas. Siendo profundamente creyente, la infanta lanzó un suspiro de alivio cuando su padre le informó que el Papa Alejandro VII había expedido una bula autorizando la unión entre los jóvenes, ya que eran primos hermanos. Vencido ese importante escollo, la hija del rey de España se enfrascó de lleno en la confección de su ajuar nupcial, asistida por su ingeniosa y creativa dama de tocador. Días antes de que la comitiva real partiera rumbo a San Juan de Luz, la infanta llamó a la joven criolla a sus aposentos y le hizo una insólita petición.
A sabiendas que el rey Luis le asignaría a la futura reina una docena de damas francesas para asistirla en su nueva vida en el Palacio del Louvre, María Teresa deseaba fervientemente que Bárbara la acompañara junto con su fiel camarera y la divertida enana que hacía las veces de dama de compañía y de bufón. De no acompañarla a París, ¿quién combinaría con tanto acierto sus atuendos y la aconsejaría en la extravagante, sofisticada y vanguardista corte francesa? Sin su dama de tocador, María Teresa se sentía perdida. De aceptar su petición, le dijo, ella velaría por los intereses de la joven americana y le buscaría un buen partido entre la nobleza francesa.
Aventurera por naturaleza y sabiendo que sería poco inteligente de su parte negarse a los deseos de la futura soberana del impero más grande del mundo, Doña Bárbara accedió agradecida a su petición y corrió a empacar en cinco enormes baúles su abultado guardarropa.
Días después, la comitiva real partió al norte, rumbo a la frontera con Francia. Los solemnes acordes del órgano devolvieron a la joven criolla a la realidad, sacándola de su ensimismamiento. La ceremonia religiosa llegaba a su fin y los recién casados abandonaban el templo en compañía de los invitados para asistir al banquete nupcial. La puerta por la que salieron los contrayentes fue sellada con posterioridad, como una metáfora que hacía referencia al fin de las hostilidades entre ambos reinos. Al término del festín, por petición expresa de la ahora reina consorte de Francia, la «Maison Adam» les ofreció un amplio surtido de «macarons» que pusieron la nota dulce a un evento extraordinario que cambiaría la historia del mundo entero. La flamante reina y sus doncellas españolas se trasladaron esa misma noche a la casa Lohobiaguenea, palacio donde se había instalado previamente el joven monarca junto con su corte un mes antes de celebrarse la boda.
Los recién casados permanecieron una semana en San Juan de Luz celebrando la consumación de su matrimonio y partieron posteriormente rumbo a París, donde fueron objeto de vítores y aplausos por parte del pueblo francés. El rey Luis XIV había recibido de su madre, la noble española Ana de Austria, una esmerada formación que incluyó el aprendizaje del español como segunda lengua, mismo que usaban con total naturalidad en la intimidad de palacio. Por ello, a la nueva reina consorte y a Doña Bárbara les resultó más fácil adaptarse a la vida en el hermoso Palacio del Louvre.
Lo que a la joven indiana le causó inicialmente una profunda repulsión fueron las costumbres poco higiénicas de la corte francesa y el rotundo rechazo a darse un baño. Ahora entendía el uso cotidiano de fragantes aromas y perfumes que ocultaban los desagradables olores del cuerpo.
Se creía que el agua no era buena para la salud, por lo que prescindían totalmente de ella. En la intimidad, sin embargo, Doña Bárbara se lavaba todas las noches con paños de agua fría y mantenía su piel limpia y fragante. Pasados tres días desde que se instalaron en el Palacio del Louvre, el rey visitó a María Teresa en sus aposentos junto con un grupo de cortesanas que se pondrían a su servicio como damas de compañía.
Doña Bárbara cruzaba distraída la sala en ese momento llevando consigo unos vestidos nuevos de la reina que le tapaban la visión y se dio de bruces contra el monarca, cayendo al suelo y quedando sepultada entre las pesadas telas. «¡Mierda!», exclamó impulsivamente la criolla mientras emergía de entre las prendas, intentando recuperar la dignidad y la compostura perdidas, provocando las carcajadas del rey, quién le tendió graciosamente una mano para ayudarla a levantarse. Nada más rozarse las palmas de las manos y encontrarse por un momento las miradas, una descarga eléctrica les recorrió el cuerpo, dejándolos por un momento confundidos.
Tal fue el impacto que le causó la bella joven, que una erección fulminante se materializó debajo de los elegantes calzones de lino del monarca. La reina, molesta por el vivo interés que reconoció en la mirada de su marido hacia la atractiva doncella, la presentó con gesto desabrido y la reprendió públicamente por su torpeza. Doña Bárbara, que no se esperaba semejante humillación pública, se ruborizó, masculló una disculpa, levantó las prendas esparcidas por el suelo y abandonó la habitación.
A partir de ese incidente, algo cambiaría entre ambas mujeres. La reina consorte se abismó en el torturador infierno de los celos, controlando y fiscalizando de manera enfermiza cada movimiento de la joven, en tanto Doña Bárbara pasó de los sentimientos de lealtad y agradecimiento que le habían inspirado inicialmente María Teresa, al dolor profundo, la rebeldía y el resentimiento.
De no ser porque la joven criolla realizaba admirablemente sus funciones como doncella de tocador y porque era una formidable jugadora de naipes, la reina la habría despachado hacía tiempo. Su belleza y sensualidad incomodaban a la poco agraciada monarca y le despertaban el nada cristiano pecado de la envidia, algo indigno de alguien en su posición. En su fuero interno, sin embargo, se sentía sola y sus tres damas eran el único lazo que conservaba de su vida anterior, junto con un puñado de gentileshombres que formaban parte de su séquito. Pasó el tiempo y María Teresa vivó de manera agridulce la maternidad, ya que la mayoría de sus descendientes se malograron o murieron prematuramente. Poco a poco se fue apagando, refugiándose en la religión para mitigar su tristeza.
Fue durante el primer parto de la reina cuando Luis XIV movió ficha en el tablero del deseo y le hizo llegar una misiva a la joven indiana a través de uno de sus pajes de máxima confianza, acompañada de una elegante caja que contenía un bellísimo y valioso aderezo de diamantes.
Dado que la presencia de la joven no sería necesaria durante las horas previas al parto, debiendo permanecer recluida en su habitación, la joven recibió instrucciones por parte del paje para abordar un carruaje que la estaría esperando al atardecer a un costado del Palacio del Louvre, para llevarla al pabellón de caza que Nicolás Huaut había construido para el difunto rey Luis XIII en Versalles.
Nada más leer la carta del rey, un escalofrío le recorrió la columna vertebral, erizándole su blanca piel.
Hacía ya tiempo que le había perdido todo vestigio de aprecio y lealtad a la reina, quien se había encargado de dinamitar una y otra vez las atractivas propuestas de matrimonio dirigidas a la noble criolla. Los celos y la posesividad enfermiza de María Teresa saboteaban la posibilidad de alcanzar un brillante porvenir en el reino de Francia y Doña Bárbara no estaba dispuesta a tolerarlo más. Visiblemente excitada, miró con determinación al impaciente y nervioso paje, le sonrió, tomó entre sus manos el costoso regalo y asintió con un gracioso gesto de cabeza. A continuación, rompió la misiva en mil pedazos, despachó al aliviado muchacho y destinó las próximas cinco horas a arreglarse meticulosamente para su inesperado encuentro nocturno.
Mientras frotaba sus largas y torneadas piernas con delicados paños húmedos impregnados previamente con jabón de Venecia y perfumaba sus axilas y apretados rizos púbicos, sus ojos recorrieron con nostalgia la silueta de una salamandra grabada a unos centímetros de la ingle. «Nana», murmuró con ternura.» Al final, vas a tener razón, como siempre. No tendré un marido ni me casaré por la iglesia, pero el rey encontrará esta noche el paraíso entre mis piernas. Con la ofrenda de mi virginidad, honro tu memoria y la de todas las mujeres huastecas».
A continuación, dio inicio al sensual rito de vestirse para el rey.
Se puso una camisa y una falda de seda blancas que se ajustaban estrechamente a sus voluptuosos formas y se enfundó las enaguas y su mejor vestido reservado para las grandes ocasiones. Viéndose obligada a prescindir del corset, ya que no contaba con la ayuda de alguien de su total confianza para apretarlo y ajustarlo a su espalda, contempló satisfecha el resultado en el espejo de cuerpo entero que le había entregado la reina para analizar las distintas combinaciones de los atuendos reales. Ahora tocaba el turno a darle forma a sus apretados y rubios rizos, recogiéndolos artísticamente a ambos lados de la cabeza, emulando el famoso peinado de moda llamado sevigné. Finalmente, procedió a aplicarse una pintura en la cara que proporcionaba una blancura excelente, la cubrió después con polvo de arroz, se puso colorete en las mejillas y se delineó los ojos en negro. Para rematar, pintó sus párpados de azul y verde, utilizando un color rojo oscuro para los labios, dibujándolos en forma de corazón. Satisfecha, tomó un pincel, se dibujó un discreto lunar en la comisura de la boca y fue poniéndose una a una las hermosas joyas cuajadas de diamantes que le había obsequiado hace un par de horas el rey.
Al caer la noche, Doña Bárbara escuchó unos discretos golpes en la puerta de su habitación. Al comprobar que era el paje del rey, abrió la puerta, se envolvió en una enorme capa azul marino con capucha que la engulló por completo y siguió al muchacho por pasillos y corredores desiertos que no conocía, hasta llegar a un gran portón custodiado por dos guardias reales. Al verlos llegar, uno de ellos abrió una de las pesadas hojas de madera recubierta de acero que daban a una calle lateral y les indicó con gesto autoritario que aguardaran. Un minuto después apareció un discreto y modesto carruaje tirado por cuatro caballos que aparcó a medio metro del portón. El conductor descendió ágilmente, abrió una puerta lateral y ayudó a una misteriosa figura femenina envuelta en una pesada capa oscura a subir a la cabina circular. Acostumbrado como estaba a llevar amantes del monarca al Palacio de Versalles, no intentó adivinar la identidad de la nueva querida en turno. Más valía no averiguarlo. De lo contrario, podría perder su puesto, en el mejor de los escenarios.
Durante el recorrido del Palacio del Louvre a Versalles, el imberbe pajecito permaneció en silencio. La hermosa joven, por su parte, contemplaba por una rendija de la capucha la sombra de las copas de los frondosos árboles que se movían delicadamente por el viento. Al descender del carruaje, ya era noche cerrada. No había luna y las estrellas parecían diamantes sobre un sobrio manto de terciopelo. Doña Bárbara aspiró el fresco olor a bosque y caminó con determinación hacia su destino, perdiéndose entre las sombras de Versalles.
El rey Luis XIV la esperaba en un acogedor salón iluminado por cientos de velas. Vestía un jubón con faldón acampanado, mangas cortadas a tiras, un cuello de banda caída, «canons» de encaje y botas altas en forma de embudo. Su calzado tenía tacones altos para aumentar su estatura, ya que medía apenas un metro sesenta y cinco centímetros. Su rizada y larga cabellera negra tenía mucho volumen por encima de la cabeza para crear un efecto visual que alargaba también su figura. Sin embargo, más allá de esos artilugios estéticos, la presencia y la personalidad del rey eran a todas luces arrolladoras. Siendo un hombre culto, refinado y elegante, el rey disfrutaba de la seducción y no tenía prisa en llevar a sus amantes inmediatamente a la cama. Después de alabar la belleza de su invitada, la invitó a sentarse a la mesa para disfrutar de un banquete a base de faisán, paté, marisco y tortuga con arroz y verduras, acompañados de un excelente vino tinto de la zona de Burdeos. Doña Bárbara degustó con evidente placer aquellas viandas, mientras mantenía una animada conversación con el monarca, que se encontraba genuinamente interesado en conocer la vida de la joven en las lejanas tierras de la Nueva España. Si algo admiraba el rey, además de la belleza, era la inteligencia. Y esta exótica dama, además de poseer una belleza cautivadora, tenía una inteligencia aguda, con un fino toque de ironía.
Ambos disfrutaron lo indecible conversando durante un par de horas, hasta que el rey la invitó a pasar a sus aposentos. Ahí, le pidió gentilmente que se fuera quitando la ropa poco a poco mientras él la contemplaba recostado en un inmenso lecho cubierto por una fina colcha bordada con hilos de plata. Ella se sorprendió ante la naturalidad con la que recibió la petición real. Nunca había estado con un hombre en la intimidad y, sin embargo, no sentía pudor alguno en mostrarle gradualmente fragmentos de su carne trémula. Las lecciones impartidas por su nana y los consejos amatorios de las mujeres huastecas habían rendidos sus frutos. Dionisios, por su parte, se sumó a esa noche mágica, desinhibiéndola por completo y revelándole un intenso apetito y una sabiduría sexual hasta ahora desconocidos. Conforme se fue despojando de sus prendas, Doña Bárbara se acercó al enorme lecho, siguiendo con precisión las indicaciones que le iba dando el rey. Cada gesto y cada movimiento sinuoso le reafirmaban su femineidad y su poder. Se había transformado en una fuerza de la naturaleza, en una hembra en celo, terrenal y salvaje, dispuesta a explorar sin miedos los sorprendentes caminos de la pasión carnal. Con los ojos vidriosos por el deseo, Luis XIV contemplaba con arrobo a esa hechicera criolla que se contoneaba sensualmente entre las tenues luces de las velas, provocándole un profundo anhelo de poseerla. Con movimientos bruscos, se arrancó el jubón, las mangas, el cuello y el resto de su real vestimenta, se incorporó ligeramente, tomó con fuerza una mano de la chica, la atrajo hacia ella con un movimiento enérgico y la besó con maestría, arrancándole a Doña Bárbara sofocados gemidos de placer. Ella se encaramó sobre el cuerpo lampiño del monarca y presionó su blanquísimo pecho con ambas manos para montarse sobre su encendido miembro. Desconcertado por la espontaneidad y la fogosidad de la muchacha, el soberano se dejó hacer. Eso sí que era nuevo. Las muchas mujeres que había amado anteriormente eran poco dadas a tomar la iniciativa, eran mujeres sumisas o se asustaban o inhibían ante su mera presencia. Y qué decir de su remilgada y mojigata esposa, que aceptaba a regañadientes copular con él para cumplir con su responsabilidad de brindarle un hijo a la Corona. Reconocía en esta chica arrojo, carácter, una ductilidad y una maleabilidad sexual que no experimentaría nunca más con ninguna otra amante. De alguna manera, Doña Bárbara leía nítidamente sus pensamientos y deseos más profundos y actuaba en consecuencia. Por momentos, lo provocaba y desafiaba, para después transformarse en una obediente y aplicada alumna. Esa mujer se había convertido literalmente en la extensión de sus más profundos deseos y en una sacerdotisa del sexo.
Durante horas se lamieron y besaron, explorando cada milímetro de piel desnuda. Ambos cuerpos formaban un tándem perfecto, moviéndose al unísono, sincronizando con asombrosa puntualidad sus interminables orgasmos. Nada más verse, se leían e intuían, disfrutando con cada nuevo juego erótico que improvisaban entre las revueltas sábanas del inmenso lecho. El soberano cayó completamente rendido ante el embrujo de Doña Bárbara, cuyas manos suaves y delicadas poseían un toque especial que lo mismo se manifestaba como un bálsamo relajante o un potente afrodisíaco. Nunca había dado ni había recibido tanto placer.
Los primeros rayos del alba iluminaron tenuemente el bello cuerpo desnudo de la dama de tocador, resaltando el tatuaje que le hizo la bruja huasteca. Intrigado, Luis XIV pasó delicadamente las yemas de los dedos por la rugosa superficie de la piel y le pidió que le contara el origen de esa marca. Al terminar de escuchar atentamente la historia de su nana y las costumbres huastecas, el monarca se inclinó y besó tiernamente la ingle de la mujer, mientras le murmuraba: «Mi Salamandra, mi hermosa Salamandra». Poco después, ambos amantes cayeron en un sueño profundo, que sería interrumpido horas más tarde por el mayordomo del rey. Disculpándose repetidas veces, el avergonzado y fiel servidor le dio la buena nueva.
Su Majestad, la reina María Teresa, acababa de dar a luz a un varón sano. La Corona contaba con un nuevo heredero. Había nacido el Gran Delfín.
A partir de este momento, los acontecimientos se precipitaron. El soberano, radiante, besó apasionadamente a Doña Bárbara e impartió órdenes e instrucciones precisas para ocultar su encuentro y proteger a la doncella. El médico de cabecera del monarca se haría cargo de ella, alegando que la noche anterior se había sentido mal y había requerido asistencia por parte del galeno. El rey conocía bien los arrebatos y escenas de celos de su mujer y quería evitarle un disgusto en este momento dulce. La joven fue trasladada discretamente en el mismo carruaje al Palacio del Louvre en compañía del callado paje y recibida en el mismo portón por el doctor Moreau, quien la trasladó inmediatamente a sus estancias, alegando que la joven padecía una intoxicación gastrointestinal.
Doña Bárbara, que lejos de tener mala cara lucía un semblante radiante, tuvo que permanecer dos días bajo los supuestos cuidados médicos, antes de que se la diera oficialmente de alta. Nada más volver a sus aposentos, le anunciaron la llegada de un guardia real que traía noticias para ella desde España.
Sorprendida, la doncella se aprestó a recibir al soldado, quien le entregó una carta del valido del rey Felipe IV, gran amigo de su padre, en la que le informaba que el marqués se encontraba gravemente enfermo en la ciudad de Mérida y le imploraba su regreso para que cuidara de él y se encargara de administrar los bienes y negocios familiares. El soldado tenía la misión de escoltarla y protegerla hasta entregarla sana y salva en tierras del Yucatán. Nada más terminar de leer la misiva, la doncella agradeció profundamente al guardia por haber cumplido con su encomienda, dio instrucciones para que le dieran de comer y le proporcionaran un sitio para descansar, tras lo cual, sin pensárselo dos veces, se dirigió a la alcoba de la reina María Teresa para trasladarle las malas nuevas. La soberana la recibió de buen talante, a pesar de haber tenido un parto difícil. Cosas de la consanguinidad, probablemente. Su rostro cansado y envejecido tenía una expresión triunfante. Le había dado un hijo varón al rey y se sentía realizada como esposa y como madre.
Cuando escuchó las preocupantes noticias de la salud del padre de su dama de tocador, a duras penas contuvo un gesto de alivio y satisfacción. El buen dios le daba el pretexto ideal para deshacerse de una zorra indiana que tarde o temprano terminaría convirtiéndose en la amante de su marido. Ahora que tenía un hijo y la misión de formarlo como el próximo rey de Francia, podía prescindir perfectamente de su doncella. Ya no se sentiría sola nunca más. Desde ese momento, su hijo el delfín lo llenaría todo. Fingiendo empatía y comprensión, la liberó de su servicio, le dio unas cuantas monedas de oro, le obsequió un collar y unos aretes de bisutería de ínfimo valor y la despidió de la alcoba, alegando que se sentía cansada.
Doña Bárbara se apresuró a empacar sus pertenencias, le regaló las joyas a la enana y partió al día siguiente a primera hora de la mañana para emprender el largo camino de vuelta a la Nueva España en compañía del soldado, rogándole a dios encontrar a su padre con vida. Después de mil aventuras y un largo periplo de más de tres meses en alta mar en un barco mercante que zarpó del puerto de Sevilla con destino al puerto de Veracruz, haciendo escalas en Sanlúcar de Barrameda, las Canarias y la caribeña isla de Dominica, aún les faltaban cubrir más de mil kilómetros por tierra hasta llegar a la ciudad de Mérida, en la Península del Yucatán. Finalmente, Álvaro Herrera, que así se llamaba el fiel soldado que la había cuidado y protegido durante el interminable viaje, entregó sana y salva a la hija del marqués de Peñablanca a una emocionada indígena que salió a recibirlos a las puertas de la hacienda familiar.
Sin poder dejar de llorar y de tocar a su niña, los condujo ante la presencia de Don Pedro, que descansaba apaciblemente en una hamaca a la sombra de las palmeras y plataneras. Gracias a los cuidados de Chuyém y las maravillas de la medicina herbolaria, el marqués había vencido una extraña enfermedad y se recuperaba lentamente de sus terribles secuelas. Agradecido por su valor y lealtad, el Gran Capitán lo recompensó generosamente y le ofreció un puesto dentro de la administración pública. A partir de entonces, Álvaro se convertiría en la mano derecha del marqués y en el hermano mayor que Doña Bárbara nunca tuvo. Al cabo de un tiempo, intuyendo el extraordinario potencial de su hija, el marqués la empezó a involucrar en sus negocios, asumiendo que tarde o temprano tendría que hacerse cargo de ellos para gestionar la enorme fortuna familiar. Doña Bárbara accedió encantada, disfrutando muchísimo de su nuevo papel como administradora.
Por otra parte, la joven parecía reacia a contraer matrimonio, causándole más de un disgusto a su padre. Ella lo tenía claro y priorizaba en todo momento su libertad y su independencia económica. A su nana, en cambio, le compartía confidencias que hubieran escandalizado a su padre. Hacía tiempo que era amante de un acaudalado hombre de negocios de origen francés y se veían de cuando en cuando en su hacienda henequenera para darle rienda suelta a sus más ardientes deseos carnales.
Cada uno en su casa y todos en la casa del señor.
Cuando su nana le preguntó por qué se negaba a casarse, ella sonrió con nostalgia y le dijo en tono misterioso que su augurio ya se había cumplido hace tiempo. Durante su estancia en Francia había amado a un hombre tan grande, que todos los demás hombres se empequeñecían bajo el influjo de su imponente figura. Sorprendida por semejante respuesta, la intrigada aya le preguntó curiosa quién podía ser un hombre así. «Nana», le contestó Doña Bárbara a Chuyém, «no sé si era un hombre o un dios. Pero su luz y resplandor brillaban más que el mismísimo sol».
EPÍLOGO
Aunque los historiadores especializados en la vida y obra del rey Luis XIV de Francia, mejor conocido como el Rey Sol, coinciden en señalar a Marie de Hautefort como su primer gran amor, a Madame de Montespan como su gran amante y a la duquesa de la Valliere como su favorita, hubo una misteriosa y enigmática mujer proveniente de la Nueva España que pasó de puntitas por la historia. Su fugaz pero intenso encuentro clandestino con el monarca francés lo marcó profundamente y le dejó una huella indeleble en el cuerpo y en su espíritu. Después de la inexplicable partida de la esquiva joven, días después de haber nacido el delfín Luis, el monarca la buscó inútilmente a lo largo de los años en otras mujeres. Sin embargo, muy a su pesar, nunca más volvió a experimentar una conexión y una alquimia sexual tan poderosa y a la vez sublime. Según las crónicas de la época, los médicos que lo atendieron en sus últimos días afirmaban que el gran rey divagaba, murmuraba incoherencias y repetía incesantemente: ¿dónde estás, mi Salamandra…dónde estás?

NOTAS.

– Carolina Martín Decorpas, psicóloga y coach de pareja y relaciones, recibe por esta vía y en este acto el original regalo de cumpleaños que le hizo su amiga Sonia Migani, consistente en el encargo de un relato personalizado de otra época. Muchas gracias, querida Sonia, por tener ideas tan originales y hacerle un regalo tan especial a tu amiga Carolina. Tanti baci, cara Cipolla. Querida Carolina, disfruté horrores entrevistándote para darle forma y contenido a esta relato. Ha sido con mucho el más complejo y el que requirió más investigación histórica. Vaya que tuve que tirar de hemeroteca. Ja, ja. A pesar de ser un enorme reto, aprendí muchísimo y encontré placer en su escritura. ¡Espero lo disfrutes tanto como yo! Abrazo enorme.

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